1- El nuevo lugar de India en el mundo - Izquierda Web (2024)

“En una época en que el mundo está rodeado de muchas incertidumbres,

India surge como un nuevo rayo de esperanza”

Narendra Modi, primer ministro de India

1.1 El nuevo peso económico de la India

La India está “de moda” entre los columnistas políticos internacionales. En el contexto de un crecimiento económico global mediocre –y mucho más decepcionante en los países desarrollados, con la muy relativa excepción de EEUU– y la desaceleración –que algunos quieren exagerar a crisis– de la “locomotora china”, no son pocos quienes apuestan a India como la “esperanza asiática de Occidente” para el próximo período. Sin duda, el actual gobierno indio está muy satisfecho con ese estado de cosas, en la medida en que empalma con su novedosa agenda propia de India como candidata a potencia global.

Coadyuvan a esa nueva mirada sobre las posibilidades, potencialidades y aspiraciones, fundadas o no, de la India una serie de desarrollos económicos y políticos globales recientes. Por nombrar sólo los más importantes: la polaridad geopolítica EEUU-China; el “nuevo desorden global”, con cuestionamientos a la hegemonía estadounidense por parte de rivales e incluso de aliados; el fantasma del retorno de Trump a la Casa Blanca, con su promesa de aislacionismo y acción sin consensos; el desflecamiento de instituciones claves para el funcionamiento de la economía global, como la Organización Mundial de Comercio, y el consiguiente retroceso del orden “liberal” en el comercio global; la perspectiva muy cercana de nuevas escaladas de guerra arancelaria, comercial, de monedas… y guerra a secas, como la actual en Ucrania y la agresión genocida de Israel en Gaza; la crisis económica, militar y de relacionamiento con EEUU (especialmente si regresa Trump) que acecha a la Unión Europea; el debilitamiento e incluso amenaza de duplicación de las cadenas globales de producción y suministros, afectadas por las disputas, sanciones y subsidios cruzados entre EEUU, China, la UE, Rusia y otros actores; el alarmante redoble de los tambores de guerra, con todas las potencias preparando planes de refuerzo de su capacidad militar, desde el impulso a la industria armamentística hasta las discusiones sobre el restablecimiento de la conscripción, y la lista podría seguir. La resultante de ese conjunto de variables no es, por supuesto, cuestión resuelta, pero algo está fuera de duda: el mundo se encamina a más crisis, inestabilidad y eventualmente enfrentamientos militares y convulsiones sociales con una dinámica y una rapidez que no tienen antecedente desde el fin de la Guerra Fría.[1]

En ese marco, y bajo el gobierno de Narendra Modi, la India pretende convertirse en una de las potencias protagonistas del nuevo orden internacional que lentamente está tomando forma –aunque es más veloz el desmoronamiento del anterior–, dejando atrás su papel secundario en las relaciones internacionales. Por otra parte, busca que ese ingreso a los primeros planos sea en sus propios términos y dando prioridad a sus intereses: por ejemplo, se integró a la alianza político-militar Quad, con Estados Unidos, Japón y Australia frente a China, pero en octubre de 2022 no aceptó seguir las indicaciones de Washington para aprobar una resolución contra Moscú en la ONU.

El peso global de la India no deja de aumentar. En volumen absoluto de PBI es ya la quinta economía del planeta (aunque las cifras per cápita la ubican en el nivel de ingresos medio-bajos). Hoy, con 3,6 billones de dólares, el PBI de India representa el 3,6% del PBI mundial, el mismo porcentaje que China en 2000, inmediatamente antes de su gran despegue. El FMI, que señaló que India es la economía de mayor crecimiento de todas las grandes, estima que para 2028 el PBI indio será el tercero del planeta, superando a Alemania y Japón y sólo por debajo de EEUU y China; hace poco superó al PBI británico para ocupar el quinto lugar (“America’s new best friend”, The Economist –en adelante TE– 9351, 17-6-23).

Es habitual y lógica su comparación con China: los dos gigantes asiáticos tuvieron economías de tamaño similar durante mucho tiempo, y representan los dos gigantes demográficos del planeta, con 1.400 millones de habitantes cada uno (lo que significa, de paso, que ambos países tenían un PBI per cápita similar). Pero aunque el despegue de China respecto de su vecino recién se hizo evidente en los años 90, hoy su PBI es cinco veces el de la India. Desde el punto de vista del tamaño de sus economías, hay sólo dos colosos globales: EEUU y China. Los demás pelean un distante tercer lugar:

PBI nominal, en billones de dólares

Orden País PBI % mundo

1 EEUU 28,78 26,28

2 China 18,53 16,92

3 Alemania 4,73 4,32

4 Japón 4,11 3,75

5 India 3,94 3,59

6 Reino Unido 3,50 3,19

7 Francia 3,13 2,86

8 Brasil 2,33 2,13

Mundo 109,53 100

Fuente: World Economic Outlook, Fondo Monetario Internacional, abril 2024

La campaña y consigna estratégicas de Modi respecto de la economía es “Viksit Bharat 2047”, esto es, India desarrollada para 1947, cuando se cumplan 100 años de la independencia.[2]

El crecimiento de India en los últimos años parece espectacular, pero sobre todo en términos relativos, es decir, en comparación con el mediocre crecimiento o casi estancamiento de los países desarrollados y la desaceleración de la economía china. Pero si a las reservas que requieren las estadísticas oficiales –tema que abordaremos más abajo– se le suma el criterio de comparar con procesos de despegue económico reciente, sobre todo en el sudeste asiático, las cifras resultan mucho menos impresionantes. Incluso algunos de los campeones mediáticos de “India potencia” deben inclinarse ante la realidad: “Si se está buscando ‘la nueva China’ –un milagro económico impulsado por las manufacturas–, no es la India” (“How strong is India’s economy?”, TE 9394, 27-4-24).

Un informe especial de The Economist sobre la economía india identifica como “las grandes debilidades de la economía india” a tres factores interconectados: el nivel de pobreza (y la consiguiente débil demanda interna), el bajo nivel de participación laboral y la escasa y desigual distribución de los beneficios del crecimiento. Pero en realidad esos elementos corresponden más bien a la explicación de por qué el crecimiento indio de las dos últimas décadas “no derrama”; en cambio, los factores estructurales que dan cuenta de por qué “India no puede ser la nueva China” son más en número, más profundos y de más larga data.

Sin ánimo de listar exhaustivamente esos factores, y sin poder terminar de ponderar aquí su peso relativo, señalaremos los siguientes:

a) las desigualdades regionales, que a su profundidad agregan un piso de ingresos extremadamente bajo en términos internacionales,

b) la debilidad relativa del Estado nacional, de hondas raíces históricas que atañen tanto al pasado lejano mugal como a la colonización británica. Y si bien es cierto que Modi busca establecer y consolidar cambios significativos en este terreno, se parte de una base infraestructural administrativa y logísticamente escasa y pobre, completamente por detrás de las necesidades y expectativas de un aspirante a nuevo “gigante global”, y

c) aunque las relaciones de este fenómeno con el desarrollo económico son más contradictorias, parece estar afianzándose en la India un nuevo régimen político, más autoritario y menos democrático de la que ha sido la norma histórica del país.

Todas estas cuestiones merecerán un tratamiento detallado por separado en sus respectivos apartados.

Mucho se ha dicho y escrito –en general bajo la forma de efusiones laudatorias por parte de la prensa occidental ansiosa de presentar a Modi como la nueva “esperanza asiática anti China”– sobre el reciente proceso de crecimiento económico del país. Sin embargo, es necesario mirar las cifras con tanta sobriedad por sus resultados como desconfianza por su fiabilidad, como enseguida veremos.

Por ejemplo, el supuesto “salto en el nivel de vida”, si es que tuvo lugar, no se debe esencialmente a Modi: el PBI per cápita de la India ajustado por poder de compra creció un 4,3% anual durante los diez años de Modi en el poder. Esto es, bastante menos que el crecimiento del 6,2% anual en el mismo indicador que tuviera lugar durante los diez años del anterior gobierno de Manmohan Singh, del Partido del Congreso, entre 2004 y 2014 (“Of money and Modi”, TE 9380, 20-1-24).[3] Es cierto que hay que considerar el impacto de los años de pandemia; sin embargo, aun en ese caso el registro económico de Modi dista de ser el cambio fulgurante con el que bate el parche la propaganda oficial.

El discurso de Modi es el de poner a la India en el camino de ser un pilar de la economía mundial al nivel de EEUU, China o la Unión Europea. Hay factores que a priori juegan a favor, entre otros, a) una fuerza de trabajo joven y con mucho margen para crecer en cualificación desde una base muy baja (y en números absolutos hasta 2040 al menos), b) la política industrial y de desarrollo tecnológico orientada desde el Estado, y c) el beneficio de recibir flujos de inversión que antes de los choques geopolíticos globales iban a China.

El ritmo de crecimiento de India –más allá de las legítimas dudas que despierta la fiabilidad de sus estadísticas oficiales, como veremos– es de los más sostenidos del mundo. Para Goldman Sachs, el PBI de la India superaría al de la eurozona en 2051 y el de EEUU en 2075, asumiendo una tasa de crecimiento del 5,8% en los próximos cinco años, del 4,6% en la década del 2030 y algo menos luego.[4]

Sin embargo, ese mismo optimista estudio de Goldman Sachs reconoce que ni siquiera esa idílica performance sería suficiente para sacar de la pobreza relativa a la mayoría de la población: incluso en 2075 (!), el PBI per cápita indio estaría un 45% por debajo del de China y un 75% debajo del de EEUU (“Forward march”, TE 9351, 17-6-23).

Con un poco más de circunspección temporal, Bloomberg Economics estima que India podría ser el principal aporte al crecimiento global –rol que hace décadas cumple China– ya en 2028, cuando, mientras que el crecimiento indio se aceleraría al 9% anual, el de China se ralentizaría al 3,5%. Pero, también aquí y como en el caso de Goldman Sachs, estos vaticinios son más una mezcla de apuesta, extrapolación indebida a largo plazo de tendencias episódicas y expresión de deseos que un pronóstico científico.

Para 2028, según el FMI, llegaría al 4,2%, por encima de Alemania y Japón. Algo menor es la importancia de sus exportaciones: pasó del 1,9% del total global en 2012 al 2,4% en 2022. A diferencia de la mayoría de las economías asiáticas, su principal renglón de exportación no son las manufacturas ni las materias primas sino los servicios: un 40% del valor total exportado, lo que ubica a India como el séptimo exportador mundial de servicios (4,5% del total global), con un fuerte peso de la tecnología digital, software, etc.

Sin embargo, la importancia de los servicios tecnológicos en el ramo exportador (alrededor de 200.000 millones de dólares anuales) no se replica en la estructura laboral: la industria emplea de manera directa a no más de 5 millones de personas. Esto se conecta con el atraso general del mercado laboral, que está muy lejos de corresponderse con las ambiciones indias de potencia: sobre 900 millones de personas en edad de trabajar, sólo la mitad es parte de la fuerza de trabajo y sólo unos 60 millones tienen un empleo formal. Todo el resto son asalariados informales, cuentapropistas miserables y, en la población rural –que sigue siendo mayoritaria, fenómeno único en economías de este tamaño–, agricultura de subsistencia.

La industria manufacturera representa el 17% del PBI, casi lo mismo que una década atrás. Y si bien ahora se beneficia de los fenómenos de relocalización y “friendshoring” motivados por la puja EEUU-China, países mucho más pequeños como Vietnam se han beneficiado comparativamente mucho más. Desde el punto de vista de recoger los frutos de la globalización, la industria india no ha estado a la vanguardia.

India tiene una tradición histórica proteccionista, sólo interrumpida por el período de más apertura neoliberal a la globalización en los años 90 y 2000, en el cual los aranceles de importación promedio cayeron del 80 al 13%. Con la llegada de Modi al poder en 2014 y su estrategia de “Made in India”, esa cifra volvió a subir hasta el 18%, relativamente alta en general y para la región; por encima de Tailandia e Indonesia, por ejemplo (“Get rich slow”, TE 9397, 18-5-24). En un sentido, la economía india es incluso más cerrada que la china, que aprovechó su apertura para su integración en las cadenas de suministro globales, algo que en India aún está en pañales (“Beware the License Raj”, TE 9359, 19-8-23). Como resume The Economist, “no hay big bang industrial en India, aunque el crecimiento sostenido puede continuar” (“Forward march”, TE 9351, 17-6-23).

Es verdad que en algunos sectores se destacan avances; por ejemplo, India es la farmacia del mundo: operan allí 10.000 fábricas de 3.000 empresas que representan, por valor, el 40% de la provisión de medicamentos genéricos de EEUU y el 20% del planeta (“A bitter syrup”, TE 9328, 7-1-23). Pero incluso estos logros palidecen frente a los de sectores no industriales, en particular el de servicios tecnológicos y el financiero: los bancos indios están entre los más rentables –luego de haber pasado por un período de aparente salud pero de dudosa credibilidad debido a estadísticas no fiables–, sobre todo a partir de 2015 bajo la gestión de Raghuram Rajan al frente del banco central (“Credible”, TE 9346, 13-5-23).

El perfil exportador de la India muestra un peso desproporcionado de los servicios, impulsados por los “global capability centres” (GCC), es decir, las oficinas de apoyo de trabajo de oficina –por lo general de calificación baja o media– instaladas por grandes multinacionales en las ciudades a la cabeza, sobre todo Bangalore (40% del total). Todos los gigantes tecnológicos tienen una base de trabajo en India: Alphabet (Google), Amazon, Nvidia, Intel y Microsoft, pero también compañías como Boeing, BMW y Walmart. Los GCC tienen ingresos que llegan al 3,5% del PBI, emplean 3,2 millones de personas –con sueldos bastante más altos que el promedio– y sus exportaciones rondan casi el 10% del PBI y representan un 4,6% del total global de exportaciones de servicios (“The world’s office”, TE 9398, 35-5-24). En contraste, el peso de India en las exportaciones globales de bienes apenas llega al 1,8% del total.

De allí que la tónica general no sea ni remotamente la de un salto en la producción y extensión de la industria manufacturera al nivel de China, y ni siquiera al nivel de otros países del sudeste asiático como Corea del Sur o Vietnam: “Aunque India es una potencia en servicios, juega sólo un papel limitado en las cadenas de suministros globales de manufactura, salvo drogas genéricas y teléfonos celulares. De hecho, durante la pasada década, la proporción de exportaciones de bienes de la India respecto del total global se estancó en alrededor del 1,8%. (…) [Es verdad que] las exportaciones de artículos electrónicos han crecido más que el PBI, (…) India representa más del 3% de las exportaciones electrónicas globales, contra el 1% una década atrás. (…) Sin embargo, por fuera de la electrónica, el panorama es menos halagüeño. En [casi todas] las otras industrias, las exportaciones crecieron a igual o menor tasa que el PBI.Y en textiles, el sector responsable de más empleos que ningún otro salvo la agricultura, las exportaciones de hecho cayeron” (“Get rich slow, TE 9397, 18-5-24).

Una de las banderas de la gestión Modi es la “modernización” de la India, tarea que se está cumpliendo, como veremos, de manera tan parcial y contradictoria como desigual. En el terreno económico, además de los esfuerzos del Estado nacional para avanzar en infraestructura básica, la “modernización” debe computarse ante todo como sinónimo de digitalización. Pero, salvo en el sistema universal de identificación, en ningún plano este avance es más visible que en el sector financiero.

Así, suele presentarse como uno de los avances modernizadores de la gestión Modi que, en el plano de una creciente expansión de los servicios digitales, desde 2014 se han abierto 520 millones de cuentas bancarias básicas (casi todas electrónicas). Los apóstoles de la India de Modi ponen los ojos en blanco al respecto y exageran que la medida “ha sido crucial y ayudó a transformar a las masas indias en ahorristas, proveedores de capital y, posiblemente, emprendedores” (A. Ramani y T. Easton, “The India express”, TE special report, 27-4-24).

Pero los mismos datos oficiales rápidamente matan en el cascarón semejantes efusiones. Porque lo que no parecen tener en cuenta estos entusiastas del “emprendedurismo indio” es que el saldo total de esas 520 millones de cuentas es de 28.000 millones de dólares (un 0,75% del PBI), a saber, un promedio de 54 dólares por cuenta (no falta ningún cero). Es evidente que en esas condiciones lo que tenemos son minúsculos “ahorristas” con apenas lo mínimo para los gastos cotidianos, a años luz de la “provisión de capital” y que, en el mejor de los casos, sólo podrían acaso iniciar un “emprendimiento” de venta de comida en la calle o similares autoempleos de subsistencia.

En contraste, cabe consignar el desarrollo de India como plaza financiera global. India como mercado financiero ha experimentado un fuerte crecimiento: en diez años, el valor de capitalización de mercado del conjunto de las empresas indias estaba a la altura de España; hoy, sólo la superan EEUU, China y Japón. En tanto, JP Morgan Chase decidió incluir a la India en su índice de mercados emergentes, con una ponderación del 10% del total del índice, a la altura de China, México, Indonesia y Malasia, y a expensas de una reducción de la ponderación de Brasil, Sudáfrica, Tailandia, Polonia y República Checa. Como resultado, se espera que por la simple asignación de los fondos invertidos de manera institucional en el índice India reciba un flujo de 24.000 millones de dólares en sus bonos de deuda pública (“A $24bn decision”, TE 9366, 7-10-23).

El crecimiento en cifras: un avance manchado por la falta de fiabilidad estadística

Durante años India ha mantenido un crecimiento sostenido del orden del 6-7%, de los más altos del mundo. Pero esas cifras tienen un componente de duda tan grande que, como dice el economista jefe del HSBC en Mumbai, “en la India, cualquier cosa por debajo del 6% anual se siente como una recesión”.

Una razón adicional para desconfiar de las estadísticas oficiales es el cambio de metodología de la agencia nacional de estadística en 2011, momento a partir del cual las discrepancias entre mediciones públicas y privadas se hicieron mayores. Lo cual no implica necesariamente manipulación espuria o mala fe, sino una base metodológica menos confiable. En todo caso, la diferencia en la tasa de crecimiento desde 2011 orilla el 2-2,5% anual, es decir, un crecimiento real del PBI del orden del 4,5-5% anual contra el 7-7,5% de los datos oficiales.

Algo similar sucede con las cuentas nacionales: el déficit fiscal puede variar del 3,5 al 9%, según cómo se mida.

Por lo demás, nunca es fácil medir con precisión los desarrollos de la economía informal, que en India representa el 45% del PBI (Max Rodenbeck, TE Special Report, 26-10-2019).

En India –también en otros países, pero con aristas menos polémicas–, las cifras de PBI oficiales incluyen la categoría de “discrepancia”, en particular la diferencia entre el crecimiento del PBI (7,6%) y el crecimiento del gasto interno, que el año pasado fue sólo del 1,5%. La coincidencia entre ambas es un postulado puramente teórico, pero aun así una distancia tan grande es llamativa para cualquiera… salvo para la oficina nacional de estadísticas.

Si bien la cuestión es un tanto técnica, es importante tenerla en cuenta. El llamado deflactor designa a la parte del monto del PBI que aumenta simplemente por la suba de precios, no del volumen de producción. Sucede que en las estadísticas indias el deflactor del PBI le da más peso a los precios mayoristas, algo que puede modificar el número final de manera diferente a otros países que calculan el deflactor con otros indicadores de precios. En 2015 India modificó la forma de medición del PBI, que antes se efectuaba observando directamente los cambios en las cantidades producidas (criterio más fiable) por otra que medía el PBI nominal mediante estudios e informes financieros, deflactados para obtener el PBI real. El resultado, según el economista marxista Michael Roberts, es que la cifra de crecimiento del PBI real es mucho más alta que el incremento real del gasto de hogares y empresas (M. Roberts, “India: Modi and the rise of the billionaire Raj”, 19-4-24).

Pero en ese cálculo se usaban distintos deflactores para distintos sectores: “Algunos sectores, como manufactura y minería, se deflactan por el índice de precios mayorista [sigla inglesa WPI]; los servicios usan un mix del WPI y los precios al consumidor; otros sectores, como la construcción, usan el método de medición de cantidades producidas. (…) El cambio de metodología vino acompañado de una revisión de datos históricos que redujo la tasa de crecimiento lograda por el gobierno anterior” (TE 9392, “Getting the right frame”, 13-4-24). Asimismo, como observa Roberts, tampoco se hacen los ajustes estacionales (por cantidad de días del mes, clima, etc.) que son habituales en las estadísticas del resto del mundo.

Si esto representa un intento de manipulación deliberada o no es materia de discusión. El ex director del Consejo Nacional de Estadísticas Pronab Sen resume los cambios diciendo que “antes medíamos el PBI real con mayor precisión, y hoy medimos el PBI nominal con mayor precisión” (ídem). Pero, claro está, el índice que da la medida de la dinámica real de la economía es el PBI real. Y cuando, según un cálculo del Economist, entre 2011 y 2019 el índice de precios al consumidor creció 20 puntos más que su deflactor del PBI, es difícil evitar la conclusión de que los organismos oficiales seleccionaron los indicadores más convenientes. Hasta por razones prácticas: las empresas indias suelen ser renuentes a revelar datos de costos a los estadísticos, que por su parte se ven impotentes para forzar la entrega de esos datos, mientras que los precios mayoristas se recopilan con mucha más facilidad. A esto se agrega que mientras que la mayoría de los países usa deflactores separados para los precios de insumos y los de productos, India utiliza el mismo para ambos.

En resumidas cuentas, mientras que las estadísticas oficiales muestran una tasa de crecimiento entre 2011 y 2019 del 6,5%, y del 7,1% desde 2021, las cifras reales parecen haber estado probablemente dos puntos por debajo de eso.

En suma, el discurso oficial –replicado por los medios occidentales obsecuentes de Modi como nuevo “aliado estratégico” de EEUU– respecto de los saltos con botas de siete leguas hacia el desarrollo económico y la transformación de la India en potencia deben ser tomados como lo que son: hojarasca ideológica. Aquí suscribimos el pronóstico del economista marxista Michael Roberts de que “es más realista esperar que India continúe en lo que el Banco Mundial llama ‘la trampa de los medianos ingresos’, donde la vasta mayoría de la población permanece en la pobreza mientras que el 10% más rico vive bien y gasta generosamente, pero donde no hay impulso a la inversión que traiga empleo, capacitación, educación y vivienda para el resto” (“India: Modi and the rise of the billionaire Raj”, 19-4-24).

1.2 La política exterior india: de los No Alineados al nacionalismo “no alineado”

Quienes hayan vivido el período probablemente recuerden el papel protagónico de la India en el llamado Movimiento de los No Alineados, esto es, de países que postulaban una muy diversa, según los casos, “equidistancia” respecto del “bloque occidental” liderado por EEUU y del “bloque soviético”. Ese “no alineamiento” era muy relativo y solía traducirse en alguna forma de alineamiento negociado, forzado, epidérmico o circunstancial, según los vaivenes de los conflictos internacionales y las variables relaciones de fuerza. Sin embargo, “los 77” –nominalmente, ése era el número de países componentes del movimiento, aunque llegaron a ser bastantes más– fueron a lo largo de toda el período de la Guerra Fría un actor de cierto peso en las relaciones internacionales, e India llegó a ser uno de sus principales referentes.

Ahora bien, si desde su independencia en 1947, la política exterior india priorizó el relacionamiento con los países pobres y del llamado “Tercer Mundo”, bajo Modi el acento ha cambiado en varios sentidos. Por un lado, un acercamiento a EEUU, en parte a instancias de la renovada rivalidad de ambos países –a niveles y con motivos muy distintos, claro está– con China. Además, si en el siglo XX India llegó a tener relaciones muy estrechas con la URSS, el vínculo actual con Rusia es sin duda menos cálido, aunque no al extremo de alinearse con EEUU contra Putin sobre la guerra con Ucrania.

Sin embargo, el cambio más grande está en sus inéditas aspiraciones de liderazgo global, algo que contrasta violentamente con la estrategia histórica de “perfil bajo” desde la era hegemónica del Partido del Congreso en la segunda mitad del siglo XX. Es verdad que no ha abandonado del todo su ubicación como parte del mundo “emergente” del que su pertenencia al informal bloque de los BRICS es un símbolo. Así, “India renovó ese enfoque mediante la promesa de representar y liderar lo que ha dado en llamarse el que su global”, por ejemplo, patrocinando el ingreso de la Unión Africana al G20 (“Peak Summit”, TE 9362, 9-9-23). Pero precisamente en esa ocasión, y salvando las distancias, así como China utilizó los Juegos Olímpicos de Beijing 2008 para exhibirse frente al mundo como nueva gran potencia emergente, India tomó la organización de la cumbre del G20 en Nueva Delhi como una oportunidad análoga para proyectar, sobre todo ante la población india, no sólo al país sino al mismo Modi como líder global.

La ubicación geopolítica actual de India se caracteriza por su pragmatismo, para desilusión de quienes la postulan como aliado estratégico de “Occidente” (es decir, en esencia, EEUU) en su puja con el ascenso de China. A diferencia de las potencias atlantistas, India tiene escaso compromiso formal y casi nula empatía ideológica con el orden global de la segunda posguerra; lejos de ver el mundo en términos de Occidente vs las “potencias antioccidentales”, mantiene una histórica relación con Rusia, de la que en su momento dependió para convertirse en potencia nuclear.[5]

Es verdad que India tiene ahora fuertes tensiones fronterizas con China –ha habido incluso algunas escaramuzas militares de relativamente escasa consideración–, pero de ahí a que EEUU pueda considerarla un aliado seguro en, por ejemplo, la cuestión de Taiwán, hay un largo trecho. El principal compromiso de India no es con los supuestos “valores liberales de Occidente” –cuya carga de hipocresía identifica sin ninguna dificultad, dado su origen colonial–, sino ante todo con su propia seguridad y sus propios intereses.

Por otro lado, si “Occidente” tuviera un mínimo de consecuencia con sus “valores”, debería rechazar espantado el tipo de régimen político autoritario que pretende construir el actual primer ministro Narendra Modi, que incluye la domesticación del Poder Judicial –violando la sacrosanta “división de poderes”–, la censura más brutal a la prensa y la represión xenófoba, chauvinista, nativista hindú y ultrareaccionaria a musulmanes, cristianos, sijs y demás minorías de un inmenso y muy diverso subcontinente, cuestiones todas que retomaremos en detalle más abajo.

En cambio, lo que vemos es, como de costumbre, la más rastrera e hipócrita Realpolitik de EEUU (sobre todo) y la UE respecto de las flagrantes conductas antidemocráticas de Modi, y no es nada difícil entender por qué: “En verdad, los gobiernos occidentales son alérgicos a denunciar a Modi. Si se pregunta por qué, la primera respuesta de muchos será ‘China’. EEUU y sus aliados más cercanos están centrados en cultivar la relación con India como un socio que contrapese a China” (“Diplomatic inertia”, TE 9399, 1-6-24). No es la “democracia”, estúpido: es el alineamiento geopolítico.[6]

El ministro de Relaciones Exteriores, Subrahmanyam Jaishankar, define la visión geopolítica del gobierno indio no como una nueva guerra fría con nuevos actores, sino como “un mundo multipolar con amigos-enemigos” y relaciones basadas en las ventajas de tipo transaccional, no en los alineamientos ideológicos (algo que resuena curiosamente parecido al discurso del PC chino). Para Jaishankar, las grandes oportunidades para India vendrán de una “nueva globalización” en dos aspectos, la creciente digitalización y el redireccionamiento de las cadenas globales de suministros por el “desacople” de las multinacionales respecto de China. India se ha aproximado a EEUU como oportunidad económica, no como elección estratégica. Mantiene sus lazos con Rusia (su principal proveedora de armas desde la década del 60) y se ha negado a condenar la invasión de Putin a Ucrania. En ese marco, el acercamiento a EEUU tiene un sentido tan instrumental como el aprovechamiento circunstancial de la guerra en Ucrania para conseguir petróleo y gas rusos a bajo precio.

Ese matiz utilitario quizá sea menos característico de las “nuevas potencias emergentes” que del futuro orden global en su conjunto, incluido EEUU: “Pese a que Biden habla de una ‘alianza de democracias’, Jake Sullivan, su consejero de seguridad nacional, dijo hace poco que se imaginaba un mundo en el que EEUU buscará su autointerés económico de manera más abierta que en los últimos años, a la vez que trabajará con un conjunto de países amigos y aliados que harán lo propio, Al describir este orden liderado por EEUU de modo aparentemente más contingente, Sullivan usó la palabra ‘socios’ 24 veces; la palabra ‘aliados’, sólo dos. Quizá esto sea lo más a que Occidente pueda aspirar. Las potencias emergentes como India, con enormes necesidades económicas y una política interior compleja, no van alinearse detrás de EEUU –o de China, para el caso– al viejo estilo de la Guerra Fría” (“Non-alignment non-negotiable”, TE 9351, 17-6-23).

Vecinos hostiles y amigos lejanos

Las relaciones entre India y su gran vecino China nunca estuvieran exentas de fricciones, acuerdos, idas y venidas. En el período reciente, y a diferencia del perfil bajo cultivado durante décadas por el PCCh, China se ve a sí misma en una competencia a nivel de las “ligas mayores” con EEUU, en la que India juega un papel subordinado (también para EEUU). Las tensiones entre ambos gigantes asiáticos llegaron a su pico en 2020, cuando choques en la frontera dejaron al menos 20 soldados indios y 4 chinos muertos. Pero desde entonces, ambas partes han hecho esfuerzos para bajar el nivel de enfrentamiento, aun si las líneas fronterizas siguen en estado de indefinición. Y hay buenas razones para eso: China es el principal socio comercial de la India, con un comercio sólo en bienes físicos de 117.000 millones de dólares en 2022 (“Asia’s biggest beasts”, TE 9356, 22-7-23).

Y aunque ahora India también cultiva la política yanqui de “desacople progresivo” o “reducir el riesgo” de la dependencia de las exportaciones chinas, semejante nivel de intercambio –por lo demás, con saldo ampliamente favorable a China– es imposible de reemplazar de un día para el otro (“The great untangling”, TE 9359, 19-8-23). No es, por lo demás, la única área de coincidencias: por mucho que EEUU intente ahora convertir a la India en su socio político privilegiado en Asia continental para la contención de China, ambas potencias asiáticas comparten un apetito por un mayor reconocimiento institucional de su rol global, el rechazo a las críticas de Occidente por sus violaciones a los derechos humanos y, en general, una voluntad de mayor afirmación independiente que se manifiesta, por ejemplo, en su rechazo común a la condena a Rusia por la invasión a Ucrania. Nada complacería más al PCCh que ver al primer ministro Modi dar pasos en la dirección que enunciara frente a Xi Jinping en 2014, cuando el líder chino visitara el estado natal de Modi, Gujarat: “En la incertidumbre global de nuestros tiempos, [India y China] podemos reforzar mutuamente nuestro progreso”.

El otro rival histórico de la India independiente fue siempre Pakistán. La hostilidad (y el desprecio) de parte de India hacia Pakistán se manifiesta en que pese a ser países limítrofes que eran parte de una misma nación hasta la partición post independencia (con el correlato de relaciones familiares y personales que eso conlleva a ambos lados de la frontera), un pakistaní necesita visa para entrar a la India. Y conseguirla está lejos de ser un trámite automático. Por lo demás, la creciente divergencia económica en el desempeño de ambas economías es motivo de cierta sorna triunfalista en la mirada de India hacia su vecino occidental: mientras que el PBI per cápita de Pakistán quedó estancado en la última década alrededor de los 1.500 dólares, el de India, que llegaba sólo a dos tercios del de Pakistán en los años 70, es ahora de 2.600 dólares, esto es, más de un 70% mayor (“Cricket and geopolitics”, TE 9368, 21-10-23).

Otra novedad importante es el relanzamiento de las relaciones entre India y Japón, cruciales para la estrategia estadounidense de una alianza indo-pacífica. Pero por ahora se comparten más temores geopolíticos concretos (empezando por el ascenso de China) que valores político-ideológicos. Según una encuesta de Pew Research Centre, los indios tienen una visión positiva de Japón que supera el 65%, la más alta de cualquier país grande salvo EEUU. Pero en lo económico eso se nota menos: para Japón, China representa más del 20% tanto de sus importaciones como de sus exportaciones; India, apenas algo más del 1% (“Under a bodhi tree”, TE 9339, 25-3-23). Y la restrictiva política inmigratoria japonesa pone un severo límite al intercambio humano entre ambos países fuera del turismo.

Por otro lado, y como parte de su giro derechista y pro EEUU –ya que no “pro valores occidentales”–, la política exterior india abandonó casi completamente su ubicación histórica “tercermundista”, y eso se manifiesta también en el conflicto en Medio Oriente. De ser tradicionalmente un aliado, al menos verbal, de la causa palestina, India pasó, con Modi, al alineamiento total con Israel. Su habitual postura de “solución de dos estados” es defendida incluso con menos convicción que EEUU. El cambio también refleja el lento pero continuo fortalecimiento de lazos comerciales y militares entre ambas naciones: hoy, India es el mayor cliente extranjero de la industria de defensa israelí.

Pese a que también está en el interés de Modi no perturbar la relación con estados como Emiratos Árabes y Arabia Saudita, donde viven y trabajan más de 9 millones de indios, la campaña de islamofobia interna no ha cesado, alimentándose de los prejuicios y la supuesta amenaza de “terrorismo islamista” (“Switching horses”, TE 9370, 4-11-23). Lo que no fue un obstáculo para que los Emiratos y Qatar recibieran a Modi con los brazos abiertos en febrero pasado: después de todo, el acercamiento a Israel y el distanciamiento de Irán son intereses compartidos entre el segundo gigante asiático y las monarquías del Golfo.

Los tratados de inversión firmados en el viaje de Modi van bastante más allá de los rubros habituales de la agenda (hidrocarburos y situación de los inmigrantes indios, que representan, por ejemplo, el 36% de la población total de los Emiratos). En conjunto, los acuerdos constituyen un nuevo paso de reafirmación de la India como actor regional estratégico con intereses y alianzas propias.

El paso en falso de los “asesinatos de Estado” y sus lecciones

Ahora bien, si India todavía no termina de dar la talla como potencia global en términos económicos –y mucho menos en el plano militar, como veremos enseguida–, sí tiene pretensiones de “gran potencia” en cuanto a su voluntad de llevar a cabo (de manera totalmente irresponsable e ilegal, por supuesto) “asesinatos de Estado” contra los que considera sus enemigos internos, con la particularidad de que lo hace fuera de sus fronteras, al mejor estilo de EEUU, Rusia o Israel. Claro que en estos últimos casos hablamos de potencias imperialistas clásicas (EEUU), en reconstrucción (Rusia) o mandaderas de un protector imperialista (Israel). Ninguna de esas categorías corresponde a la India, y de allí la conmoción y el malestar que generara su intención de actuar de manera análoga a esas potencias “establecidas” en el actual orden mundial.

El ejemplo más palmario de las alarmantes tendencias autoritarias del gobierno Modi fue sin duda el asesinato-ejecución del activista sij de ciudadanía canadiense Hardeep Singh Nijjar casi a las puertas de un templo sij en Surrey, en el Gran Vancouver (Columbia Británica). Nijjar era un dirigente importante del movimiento separatista de Khalistán, que busca el establecimiento de un estado sij independiente en esa región del Punjab, al noroeste del país.

El gobierno canadiense de Justin Trudeau citó “fuentes creíbles de inteligencia”, sin duda con colaboración estadounidense, para responsabilizar a India por el hecho (“Indian overreach”, TE 9365, 30-9-23). Sin embargo, Biden no se atrevió a endosar la acusación. Seguramente no por falta de pruebas, sino por muy explicables razones de Realpolitik: el incidente no es tan relevante como para que EEUU comprometa sus esfuerzos crecientes por alinear a India en un eje asiático anti China.

Prueba adicional, por si hacía falta, del cinismo imperialista del discurso de los “valores democráticos compartidos”. Cuando el PCCh secuestra opositores en territorio de Hong Kong, los lleva a China continental y no se sabe más de ellos, el “mundo occidental” reacciona con santo horror ante esta flagrante violación de los derechos humanos. Pero cuando los servicios de inteligencia de EEUU confirman a Canadá que el asesinato de un ciudadano canadiense en territorio canadiense fue perpetrado a instancias del estado indio, el jefe de Estado de Canadá no recibe respaldo de Biden en su denuncia, que con toda seguridad quedará en la nada en virtud de la “razón geopolítica de Estado” de EEUU en su disputa hegemónica con China.

Muy a su pesar, Trudeau no podía menos que hacer pública la acusación. No sólo porque las evidencias parecen firmes, sino sobre todo porque la diáspora sij en Canadá llega a casi 800.000 personas (el 2% de la población), integradas hace mucho sin mayores conflictos al país. Tan grosero fue todo que India, sin por supuesto admitir su responsabilidad en el asesinato, insiste en que Nijjar era un “terrorista” (cosa completamente disparatada; como máximo podía considerárselo un separatista), casi dando a entender que no vale la pena generar un incidente por él.

Como observa con preocupación The Economist, el incidente “pone de manifiesto qué socio incómodo es India para EEUU. (…) Si India empezara a afirmarse en modos que recuerdan a los de la propia China, podría perder rápidamente parte del apoyo bipartidario del que hoy goza en Washington” (“Indian overreach”, TE 9365, 30-9-23). Pero esta evaluación es demasiado generosa con la pasión por los elevados principios democráticos de la Casa Blanca y el Partido Republicano: hay demasiados ejemplos de que EEUU, parafraseando el célebre dictum de Lord Palmerston, no tiene aliados ni principios eternos; sólo tiene eternos intereses imperialistas.

¿Ha escarmentado Modi luego del episodio? No parece: dos meses después, el Financial Times informó que EEUU había logrado abortar un intento de asesinato de otro separatista sij, Gurpatwant Singh Pannun –ciudadano estadounidense y canadiense–, en Nueva York. La mano de los servicios secretos indios era tan innegable que el Departamento de Justicia estadounidenses se vio obligado a emitir una imputación formal (indictment) al gobierno de Modi. Naturalmente, razones de Estado hacen que la cosa, por ahora, no escale. Pero el incidente da una medida de lo poco que importan a Modi las formalidades democráticas incluso fuera de su propio territorio. O, más exactamente, nada menos que en territorio de EEUU o Canadá, miembros del G7 (“Et tu, India?”, TE 9373, 25-11-23, y “A damning indictment”, TE 9375, 9-12-23). Por otra parte, revelaciones periodísticas sobre una red de espionaje india en Australia fueron inmediatamente sofocadas por el gobierno… australiano, ya que el gobierno indio ni se dignó a comentar el episodio.

Además de que estas audacias extraterritoriales de Modi son algo que ya pasa de castaño a oscuro –más aún si se trata de EEUU o Canadá–, la evidente indiferencia de Modi por siquiera aparentar preocuparse por la salud democrática de sus atribulados vecinos (Myanmar, Bangladesh, Pakistán) y sus ínfulas independientes al negarse a condenar la invasión rusa a Ucrania empiezan a generar molestia y cierta alarma en algunos círculos occidentales. Un ex funcionario de política exterior, especializado en India, de una “potencia occidental”, confiesa que “tenemos que empezar a preguntarnos: si logramos fortalecer a India, ¿será un éxito que terminará por atormentarnos?” (“Diplomatic inertia”, TE 9399, 1-6-24). Tal vez, pero los funcionarios actuales parecen tener muchos menos escrúpulos morales al respecto: “Es improbable que un cambio en el actual enfoque de Occidente ocurra pronto. Bajo Biden, suelen aparecer dudas sobre India en el Departamento de Estado [la cancillería de EEUU. MY]. Pero la política hacia India está dominada por el Consejo de Seguridad Nacional, el Departamento de Comercio [!] y el Pentágono. Una consecuencia es que el gobierno de Biden ha resistido una recomendación de una comisión bipartidaria federal sobre libertad religiosa de incluir a India en una lista de países que generan ‘particular preocupación’. Si en noviembre gana Donald Trump, será probablemente todavía más permisivo” (ídem).

En cuanto al resto de los aliados estadounidenses de “Occidente”, sus elevados principios democráticos se venden por un precio aún más bajo. Cuando el incidente del asesinato del dirigente sij en Canadá, ninguno de los otros cuatro miembros del grupo de inteligencia común Cinco Ojos (EEUU, Reino Unido, Australia y Nueva Zelanda) se apresuró a mostrar solidaridad. Británicos y australianos priorizaron sus acuerdos comerciales con India y la cooperación en temas de defensa. En cuanto a la Unión Europea, hasta que sus 27 miembros acuerden qué decir sobre la democracia en India pueden transcurrir eones.

En suma, por el lado de “Occidente”, y mientras no cometa una masacre incalificable –o la situación de Palestina aumente la sensibilidad hacia la islamofobia–, las tropelías de Modi aquende y allende sus fronteras están a buen resguardo de denuncias de violaciones flagrantes a los derechos humanos y las libertades democráticas. En la pulseada entre los intereses geopolíticos y la virtud democrática de los “valores occidentales”, el ganador es siempre el mismo.

Proyección estratégica y capacidad militar

Es impensable que un postulante al primer plano geopolítico no acompañe esa aspiración con una capacidad militar mínimamente proporcional a sus ambiciones. Pero por ahora, y también en este terreno, a India le cuesta demasiado estar a la altura de las circunstancias.

El ejército indio es, por cantidad de efectivos, el segundo del planeta, con 1,4 millones. La nueva estrategia militar de Modi parece no reparar en gastos: el incremento del presupuesto militar ha sido astronómico y alcanzó casi 74.000 millones de dólares el año pasado, lo que lo convierte en el tercer país por gasto militar del planeta, sólo detrás de EEUU y China (Ashok Kumar, “Indian port workers refuse to load weapons for Israel’s war”, jacobin.com, 21-2-24).

Ahora bien, Modi se propone no sólo una modernización de su armamento –muy dependiente de viejo material soviético–, sino un realineamiento de sus prioridades. Aunque hace tiempo que India identifica a China como su principal amenaza, en los hechos sólo 12 de sus 38 divisiones están desplegadas en función de un conflicto con China: la principal preocupación del ejército en las últimas décadas ha sido Pakistán y, a otro nivel, insurgencias locales. Ahora bien, en lo que es la mayor reorganización de la estructura militar desde la independencia del país en 1947, Modi creó en 2020 un comando supremo por encima del ejército, la marina y la fuerza aérea, y reorienta unidades del ejército que tenían formalmente una “focalización dual” (China y Pakistán) exclusivamente en China.

Sin embargo, la distancia tecnológica, operativa y de escala entre las fuerzas militares de India y las de China sigue siendo inmensa: el presupuesto militar indio pasó del 23% del de China en 2014 al 28% hoy, y los mismos oficiales indios admiten que su tecnología está como mínimo una década detrás de la del ejército y la aviación chinas. De modo que, en privado, estiman que no estarían en condiciones de afrontar un conflicto abierto –con armas convencionales– con China en al menos treinta años (“Gunning for the top”, TE 9374, 2-12-23).

De todos modos, el gobierno Modi redobla esfuerzos para acortar la distancia tecnológica y de equipamiento que separa a ambos gigantes asiáticos. Uno de ellos es el desarrollo de misiles intercontinentales con cabezas nucleares múltiples e independientes (los llamados MIRV, sigla de multiple independently targetable reentry vehicles), dispositivo que EEUU tiene hace décadas pero que India logró testear por primera vez en marzo de este año (TE 9388, “Hydra-headed nukes”, 16-3-24).

India es el mayor importador mundial de armas, y Rusia es su principal proveedor: el 90% de sus vehículos blindados, casi el 70% de sus aviones de combate y el 44% de sus naves (de superficie y submarinos) son de fabricación rusa o bajo licencia rusa (“Too good to refuse”, TE 9351, 17-6-23). Pese a un reciente frenesí comprador de armas y equipamiento a Israel, cambiar de manera sustancial esa ecuación a favor de proveedores occidentales es un proceso que no llevará años sino décadas. En este terreno como en otros, los sueños de autarquía nacionalista del actual gobierno indio, por ahora, sueños son.

[1] Queda fuera de los límites de este texto una evaluación de estos cambios en la dinámica económica internacional y de los problemas que enfrenta la globalización, el “orden basado en reglas” construido desde la Segunda Guerra Mundial y las turbulencias geopolíticas de resultas de los factores mencionados, que son tantos y tan complejos que ameritan un análisis separado. Remitiéndonos específicamente al plano económico, hemos intentado recientemente algunas aproximaciones en “¿Un ‘nuevo consenso de Washington’ no (tan) neoliberal?”, izquierdaweb, agosto 2023, y “Menos inflación, menos crecimiento, menos estabilidad”, izquierdaweb, abril 2024. Para una consideración más global de la situación política mundial, ver, de Víctor Artavia, “Una lucha de clases más radicalizada, un desafío redoblado para la izquierda revolucionaria” (marzo 2024), y de Roberto Sáenz, “Guía de estudio sobre la situación mundial: ha comenzado una nueva etapa” (marzo 2023), ambos en izquierdaweb.org.

[2] Se trata de un contraste, o una analogía, con el concepto de Xi Jinping del “segundo siglo” de modernización para China desde la revolución de 1949. Mientras que el “primer siglo” habría conducido a la meta de una “sociedad moderadamente próspera”, el “segundo siglo” tendría por horizonte un “país socialista moderno que es próspero, fuerte, democrático, civilizado y armonioso”. Por lo visto, Modi y el líder chino comparten dos pasiones: un lenguaje tan abstracto como hiperbólico y el sistema métrico decimal.

[3] Según datos del FMI, y en comparación con otros “emergentes”, las cifras de India la ponen en el rango de las economías que más creció en el período 2004-2022, muy por encima de países latinoamericanos y africanos, así como de casi todos los asiáticos –con excepción de China–, y a un nivel similar al de Bangladesh y Vietnam.

[4] Desde ya, este tipo de ejercicios aritméticos tiene a nuestro juicio un valor puramente indicativo o simbólico, y su capacidad de prognosis es casi nula, al nivel del azar o las meras artes adivinatorias. No hay registro de ningún país –mucho menos uno en vías de desarrollo como India– que haya tenido una tasa de crecimiento tan alta y sostenida sin tropiezos durante tantas décadas. Menos sentido tiene aún asumir esos niveles de crecimiento cuando uno de los grandes debates actuales en teoría económica es si estamos ante un descenso secular de la tasa de crecimiento global, en la que influyen el débil progreso de la tasa de productividad y un horizonte de estancamiento demográfico en los países desarrollados (y no sólo en ellos), para no hablar del criterio marxista de la ley tendencial de la baja de la tasa de ganancia a largo plazo.

[5] Es sabido que los países con armas nucleares son sólo nueve: los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU –EEUU, Rusia, China, Reino Unido y Francia–, a la vez signatarios del Tratado de No Proliferación (TNP), tres países que declaran tener armas nucleares pero no firmaron el TNP –India, Pakistán y Corea del Norte– e Israel, que no firmó el tratado ni dice tener cabezas nucleares, pero todo el planeta sabe que las tiene. En el caso de India, su principal “hipótesis de conflicto regional” fue históricamente con Pakistán, y de hecho el volumen de su arsenal respectivo fue calculado por ambos países en función de equilibrar a su vecino; según estimaciones coincidentes, cuentan cada uno con entre 160 y 170 ojivas nucleares. India realizó sus primeras pruebas en los años 70; Pakistán hizo lo propio una década más tarde.

[6] Un ejemplo muy reciente fue la grosería antidemocrática de encarcelar –con acusaciones falsas y motivadas políticamente, por supuesto– a uno de los más conocidos dirigentes opositores a Modi, el ministro jefe de Delhi Arvind Kejriwal. Como reconoce The Economist, “la respuesta al arresto de Kejriwal da una pista del equilibrio diplomático con el que actúan los gobiernos occidentales. Extrañamente, la primera reacción fue la de un vocero de la cancillería alemana: dijo que es necesario sostener los estándares de independencia judicial y ‘principios democráticos básicos’. Luego el Departamento de Estado de EEUU pidió ‘un proceso legal justo, transparente y oportuno’. Las autoridades indias convocaron a los embajadores de Alemania y EEUU para darles un buen rapapolvo. Ningún otro país emitió un pronunciamiento público” (ídem). Tanto la timidez y laconismo de la redacción de las declaraciones como la falta de seguimiento de las (muy moderadas) consecuencias son altamente características. La lectura es simple: para “Occidente”, Modi es su punta de lanza geopolítica en Asia contra China, de modo que puede hacer lo que quiera. Los “principios democráticos occidentales” quedan suficientemente salvaguardados mediante escasos, escuetos e intrascendentes comunicados.

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  1. Introducción a India: sueños y realidades de una aspirante a potencia global
  2. India: 1200 heridos y casi 300 muertos en el mayor accidente ferroviario del siglo
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